Es un error frecuente, de docentes y alumnos, abusar de una herramienta en desmedro de otras, igualmente ventajosas".
Los invito a leer un fragmento del cuento "la lengua de las mariposas", de Manuel Rivas. Hay una película española basada en este cuento, por cierto muy buena. El maestro, que ansiaba un microscopio, sólo tenía como recurso la palabra, y un viejo mapamundi. Pero hacía viajar a sus alumnos, vivenciar los contenidos... a las imágenes animadas y a los sonidos los ponían ellos (cuando imaginaban el "Cine Rex"), y el peor castigo para era el silencio del maestro:
“El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.
“La lengua de las mariposas es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa”.
Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar (...)”
“(...) La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.
“Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo”.
Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. Las hierbas, la lana, la oveja, mi frío.
Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por primera vez el relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigrábamos cuando llegó la peste de la patata.(...)”
Manuel Rivas, ¿Qué me quieres, amor?
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